Es docente de filosofía egresado del Instituto de Profesores Artigas, con un posgrado como especialista en política y gestión de la educación, publico un libro llamado “Sobre el sentido de educar” y además ha buscado trascender el aula en un proyecto televisivo de TV Ciudad en el que a través de pequeñas intervenciones, explicaba los temas centrales de la serie catalana Merlí, esto también lo ha catapultado a poder generar mayor presencia en los medios y con eso lograr exponer diferentes temáticas de interés filosófico que pueden llegar a contribuir a lograr una sociedad mejor. En esta oportunidad paso por Periodismo en tus Manos Pablo Romero García.
¿Está de moda la filosofía?
Hay señales contradictorias: por un lado, tenemos recortes de horas y de contenidos programáticos de Filosofía en muchos lugares del mundo a nivel de estudios secundarios y universitarios, lo cual ha sucedido también en Uruguay, por cierto, con la reforma educativa en curso. Estos recortes se han dado en detrimento de abordajes considerados “pragmáticos”, asociados meramente al mercado laboral o a las ciencias económicas, que consideran a la filosofía como una tarea inútil o de menor importancia en la formación del individuo. Un síntoma de esto es que en el inicio de nuestro bachillerato se hayan colocado horas de un emprendedurismo y quitado de Filosofía. Al respecto, vale la pena leer el planteo de Martha Nussbaum en su obra Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades. Por otro lado, hay un renovado interés por la filosofía a partir de producciones audiovisuales y debates contemporáneos que alcanzan a buena parte de la población. Por ejemplo, fenómenos masivos como la serie catalana Merlí o incluso canales de YouTube que están generando contenidos de reflexión filosófica para una audiencia sobre todo juvenil, debates éticos sobre el uso de las nuevas tecnologías y sobre el modo de vida que llevamos en tiempos de la llamada sociedad del cansancio - como bien lo plantea Han, uno de los filósofos actuales más interesantes-, demuestran un renovado interés por el abordaje filosófico de nuestros problemas existenciales, tanto a nivel individual como colectivo.
A pesar de los recortes de horas a nivel de su presencia académica, bien vale la pena resaltar que la matriculación en estudios formales de Filosofía ha venido en aumento, lo cual es otro síntoma muy bueno respecto de ese actual interés. Falta, claro, la comprensión de su importancia desde quienes construyen políticas públicas a nivel educativo. En lugar de reforzar la presencia de la filosofía a nivel curricular (debería estar presente desde primaria, trabajándose en la línea de la filosofía con niños, que tiene una larga tradición de desarrollo) se ha venido cercenando de manera incomprensible. A ese nivel, el pragmatismo miope de algunos diría que nos está cegando a todos.
¿Qué lugar crees que le damos a los cuestionamientos de tipo existencialistas teniendo en cuenta el ritmo de vida del siglo XXI?
Recién refería al filósofo surcoreano Byung-Chul Han y bien vale traerlo a escena para responder esta cuestión. En La sociedad del cansancio, escrita en 2010, Han señala que ya no estamos dominados por un poder represivo que nos controla sino por una auto explotación, basada en una sensación falsa de libertad. No hay un “otro” que oprime, que nos vigila y castiga, como señalaba Foucault en su lectura de nuestra sociedad moderna panóptica, sino que cada uno se presiona a sí mismo desde el mandato interiorizado de rendir, producir, consumir, optimizarse permanentemente y sin pausa. Justamente, ese vivir el tiempo sin pausa, esa aceleración contemporánea, destruye la capacidad contemplativa y genera situaciones de burnout, depresión y ansiedad. En lugar de enfrentarnos al vacío y al sentido de la existencia, de preguntarnos por el para qué de nuestra existencia, nos mantenemos ocupados en un hacer compulsivo que anestesia las preguntas profundas. Vivimos, plantea Han y creo que tiene absoluta razón al respecto, en un presente fragmentado, donde lo inmediato se impone sobre cualquier reflexión. Y es por este mismo panorama que nos presenta el ritmo de vida del siglo XXI -el cual parece sofocar las preguntas existenciales- que resulta cada vez más importante el abordaje filosófico de nuestra existencia, el priorizar la pausa reflexiva, la necesaria soledad contemplativa donde nos podamos pensar a uno mismo y a la sociedad que habitamos.
En este siglo XXI marcado por el ritmo acelerado de la vida, con su enfoque en la productividad, la tecnología y la inmediatez, donde la sensación de lo "absurdo", del sinsentido y la angustia están muy presentes, es clave retomar y amplificar las grandes preguntas sobre nuestra existencia y su sentido, sobre el por qué y el para qué de nuestras vidas y del rumbo de nuestras sociedades.
¿Las nuevas generaciones buscan ser más críticas o prefieren el contenido digerido? ¿Cómo entiendes que deberíamos de replantearnos las nuevas formas de aprender en momentos donde el conocimiento está al alcance de un clic?
Construir pensamiento crítico en las nuevas generaciones es un desafío permanente, que los educadores vivimos a diario en nuestras aulas. Lo ha sido probablemente en todo momento, aunque lo es particularmente en estos años. La tendencia a lo digerido, reforzada por el uso de las nuevas tecnologías, es todo un problema. Ciertamente, el conocimiento está al alcance de un clic, pero no su debido apropiamiento crítico. Allí tenemos que diferenciar bien el asunto. Como nunca en la historia de la humanidad tenemos acceso a la información, pero sigue siendo clave el modo en que nos relacionamos con esa información, en cómo la comprendemos, en cómo nos apropiamos en términos intelectuales del proceso. Saber discernir sobre lo realmente valioso, saber discriminar la calidad de los contenidos, saber navegar en ese mar de la información es el punto central del desafío que nos propone esta sociedad del conocimiento del siglo XXI. Prácticamente todos podemos acceder al conocimiento a partir de un clic, pero eso no significa que realmente estemos accediendo a un proceso cognitivo deseable, complejo, particularmente en tiempos de contenidos que se presentan de manera breve para un público que parece estar deseando la facilidad de lo digerido.
Hace pocos días un colega del campo educativo me compartió un artículo que tiene un atractivo título: Parménides en Tiktok: cómo aprenden filosofía los más jóvenes, publicado en El País de España. Vale la pena leerlo y más allá de su contenido puntual, ya el título dispara algunas reflexiones que quisiera compartir para seguir pensando juntos.
En primera instancia, diría que el asunto es un tanto complicado: por un lado, tales formatos pueden acercar ciertamente a temas filosóficos y generar el vital interés por contenidos culturales complejos, o sea, ser inicialmente un buen “gancho” formativo dado los modos de consumir productos audiovisuales por parte de los más jóvenes (y no tanto, agregaría). Yo mismo viví esa experiencia positiva con los videoclips breves que realicé sobre cada uno de los capítulos de las tres temporadas de la serie catalana “Merlí”, los cuales obtuvieron una respuesta muy alta de interés y niveles de reproducción realmente muy buenos. Pero, por otro lado, su formato similar al de los reels y shorts, que es el habitual en TikTok, YouTube y redes similares, también está transformado radicalmente la economía de la atención. Y no sin ciertas consecuencias cognitivas y culturales.
Por ejemplo, percibo que están comenzando a afectar la (ya afectada) capacidad de atención.
Generan una especie de fragmentación cognitiva, en donde el consumo repetido de contenido breve y muy excitante del sistema nervioso central termina por entrenar al sujeto en la búsqueda de estímulos rápidos y muy cambiantes. Y esto claramente dificulta la tarea de focalizar, la capacidad de concentración. Y así aleja al individuo del ejercicio del pensamiento profundo y sostenido en el tiempo, base de la formación educativa sólida que, en definitiva, construye un diferencial en la igualdad de oportunidades.
Leer textos largos, escuchar entrevistas de varios minutos o ver documentales de largo aliento, por ejemplo, exigen un esfuerzo cognitivo que, en cierto modo, los reels y shorts nos acostumbran a evitar.
A su vez, también encuentro que fomentan la reducción de tolerancia al aburrimiento. El gran flagelo de la cada vez más habitual frase de “estoy aburrido”. La hiperestimulación constante reduce nuestra capacidad para lidiar con momentos de baja intensidad, que son esenciales para la reflexión y el aprendizaje. La pérdida de la pausa reflexiva larga es parte del problema que enfrentamos desde hace mucho tiempo y que se ha agravado en los últimos años. Hoy día parece casi utópico pensar, por ejemplo, que un estudiante de bachillerato pueda leer de una clase para otra un repartido de 4 o 5 carillas. Bien sabemos los docentes que esa es la realidad general (siempre hay notables excepciones, claro) que atraviesa nuestras aulas. Sin embargo, esos mismos estudiantes pueden pasar horas consumiendo reels unos tras otros, con diversos temas y todos de muy breve duración. Se gastan el dedo haciéndolos correr por las pantallas de sus celulares. La atención está totalmente fragmentada y la tensión teórica sobre un tema puntual en clase difícilmente pueda luego superar los 10 o 15 minutos, más allá de los denodados esfuerzos de los docentes por intentar ser un “corto” divertido, dinámico y atractivo. Y, claro, se nos acusa de ser el problema, por ser aburridos.
Es un tema importante para pensarnos con relación a los actuales desafíos educativos. Son formatos que logran conectar con los nuevos modos de consumir contenidos y con el uso adictivo de las pantallas móviles, pero parecen tener un alto costo en la afectación cognitiva y cultural de largo plazo.
En todo caso, habrá que buscar equilibrios y utilizar del mejor modo posible tales recursos, quizás teniendo muy presente que deben ser puertas de entradas y no simplemente de llegadas. La pereza intelectual podría ser un nuevo pecado capital en tiempos que invitan al pensamiento corto.
¿Cuánto de filosofía crees que existe en la política y cuanto de política crees que existe en la filosofía? (pensando en Sócrates por ejemplo que perfectamente podría ser un político de la actualidad)
En su sentido más profundo, son espacios imposibles de disociar, más allá de que las prácticas políticas partidarias y las prácticas de nuestros políticos de actualidad, distan mucho de cualquier praxis filosófica. El ejercicio de la política actual, de la arena de la política representativa, está muy mediada por el marketing y por la comunicación estratégica con relación a la captación del voto, y se ha ido desplazando lo filosófico, al punto tal que tales planteos se vuelven incómodos e indeseables. Pero, claro, inevitablemente está presente en cada decisión que se toma y en cada discurso que se coloca en la escena pública. No cabe duda de que Sócrates no sería hoy en día un parlamentario y se dedicaría a hacerse un festín con las permanentes contradicciones de nuestros políticos, por lo cual sería probablemente “cancelado” y considerado tan peligroso para el orden establecido como lo fue en su tiempo, en la antigua Atenas. Y su accionar nos recodaría algo fundamental: la política mayor claramente tiene mucho de filosofía y la filosofía siempre supone una práctica política. Ni la política ni la filosofía son neutras. Implican siempre un tomar posición respecto de la sociedad, de una concepción de lo justo, de lo deseable, del rol del poder y su incidencia en la construcción de una sociedad con mayor igualdad de oportunidades.
En tiempos de fake news ¿qué valor crees que le damos a la verdad? ¿Cada vez aplica más aquello de que existen tantas verdades como personas haya? Ante esta situación ¿La mentira pierde valor o está más presente de lo que creemos y no nos damos cuenta?
Sin lugar a duda, este es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. En mi libro Sobre el sentido de educar abordo esta cuestión en particular relacionándola con el rol contemporáneo de la filosofía. Claramente, el concepto de verdad está en jaque en tiempos de las llamadas fake news, pues ya no es central esgrimir la verdad en términos públicos, sino que lo que se valida y se vuelve legítimo en última instancia es la capacidad de persuadir, de convencer, de hacer viral un discurso o una acusación, aunque sea mentira, priorizando que sea capaz de emocionar, de generar adhesión en el público, sobre todo hacia la trinchera ideológica a la cual está dirigida, y ser replicada así lo más posible.
Y en alguna medida esto ha tenido que ver con haber llevado al extremo posiciones filosóficas relativistas. El planteo posmoderno que sostiene, en definitiva, la idea de que la verdad es siempre relativa, de que cada sujeto tiene su propia “verdad” ha terminado por convertirse en un fetiche que trajo consigo el problema de que, si todo es verdad, ya nada lo es. Y en esa perspectiva se rompen los puentes posibles de todo dialogo y la propia filosofía se vuelve una tarea inútil. Cada uno vive en su propia burbuja de la verdad, siempre subjetiva y sin posibilidades siquiera de alcanzar modos de la intersubjetividad. Y el caldo de cultivo que se genera, claro, es perfecto para este mundo de las fakes news.
En este contexto, es importante retomar la idea de que aunque no exista en el campo social algo así como la verdad absoluta, indiscutible, axiomática (sí en las ciencias exactas, claro, pero ahí ya es otro el asunto) sí tenemos verdades siempre provisorias donde una son más relevantes que otras y en donde debemos tener en cuenta, como planteaba Habermas, que la verdad no se define por el individuo aislado sino que se construye en procesos de comunicación donde constantemente debemos someter a prueba lo afirmado. Y esto no está sucediendo, pues justamente en la era de las fake news la mentira no se presenta ya como una accionar totalmente consciente, sino como la naturalizada como “justa” o conveniente defensa de “mi versión” de los hechos. O sea, diría que la mentira no perdió valor, sino que ganó “eficacia”: ahora es rentable, produce votos, clics, consumo y adhesión emocional. Podría decirse que vivimos en una época en que la mentira se volvió más peligrosa, en todo caso, porque ya no se reconoce como tal. Se ha vuelto parte del ecosistema comunicativo, y esa naturalización es quizá más grave que la mentira misma. Sin lugar a duda, tenemos un grave problema allí. Y la filosofía tiene un desafío central en intentar volver a poner al concepto de verdad en la centralidad del discurso público y de nuestros actos comunicativos cotidianos. Se ha vuelto una cuestión ética de primer orden.¿Por qué crees que a la humanidad le cuesta tanto entender y aceptar que esto a lo que llamamos vida, tiene un fin? ¿Tiene que ver con el desarrollo en la capacidad de “amar y sentir”?
Es parte de la condición humana el deseo de trascendentalidad. La dificultad para aceptar el fin, para asumir nuestra finitud ha sido, es y seguirá siendo parte de nuestra humanidad, de nuestra capacidad de reflexión sobre lo que la vida significa (aquello que señalaba Heidegger respecto de que somos un ser para la muerte y que tomar conciencia de tal cuestión genera inevitablemente angustia…aunque, bien vale decirlo, también genera -o debería hacerlo- una claridad existencial respecto del saber qué y cómo vivir) y también porque es algo natural en cualquier ser vivo el instinto de sobrevivir. Y, claro, la idea de un final absoluto choca de frente con ese instinto primario. Y aparece la negación y con ella muchas ideas respecto de las posibilidades de supervivencia más allá de esta vida física. La historia de la humanidad está tejida también por la construcción cultural de la inmortalidad, particularmente desde la perspectiva religiosa, aunque no únicamente. Nuestra capacidad de reflexionar sobre el futuro nos hace únicos dentro del reino animal, pero también nos condena, por ejemplo, a anticipar nuestra propia muerte, a pensar en nuestro fin. En la Apología de Platón, Sócrates reflexiona sobre la muerte y nos dice que debemos abordarla con serenidad, que no es algo que debería generarnos miedo sino, en todo caso, un misterio a aceptar. Ciertamente, esto no es algo fácil y habitual. Necesitamos de algún modo buscar sobrevivir. Y nuestra capacidad de amar y sentir es un motor para esa búsqueda. Hay un apego a la vida. La capacidad de amar, que involucra a personas, a proyectos, situaciones, etc, construye vínculos emocionales que hacen que la idea de perderlos sea realmente insoportable. La muerte no solo amenaza nuestra existencia, sino también todo aquello que le da sentido a nuestra vida, que construye las conexiones emocionales que nos sostienen. En algún punto, la muerte incluso puede sentirse como una especie de traición, como un abandono, respecto de esos vínculos emocionales.
Este sin dudas, es un asunto que de un modo u otro tememos enfrentar. En mi caso, creo que el mayor miedo es el de la posibilidad de la muerte de aquellos que amamos más que lo que me genera pensar en mi propio fin. En todo caso, debería ser un motor para vivir con la mayor intensidad y amor posible. Camus, en El mito de Sísifo, dice que la vida vale la pena precisamente por su intensidad, aunque sea absurda frente a la muerte.
¿Los cambios generacionales cambian los focos de atención en temas que antes podían parecer trascendentales o existe siempre una unión en ciertas problemáticas que nos desvelan?
Recién hablábamos sobre la muerte y la dificultad de aceptar un fin. Y ese es claramente un tema universal, atemporal. Ciertamente, los cambios generacionales influyen en los focos de atención, mutando lo que se considera trascendental en cada época, pero hay problemáticas universales que persisten y nos quitan el sueño a través del tiempo. Uno lee el núcleo de las grandes preguntas sobre la existencia que los griegos colocaron en escena en el nacimiento de la filosofía occidental hace 2600 años y resultan absolutamente contemporáneos. Las grandes preguntas siguen estando. Hay un fondo común que persiste más allá de que cada época tiene sus particulares urgencias y pone el acento en focos que en una época resultaban primarios y que hoy pueden ser secundarios (y viceversa). Y también sucede, claro, que, aunque cada generación hereda preguntas, las reelabora con sus propios lenguajes y símbolos buscando sus propias respuestas, más allá de las trasmitidas por las generaciones anteriores.
¿Por qué crees que hoy existe una necesidad de inmediatez y de saltear etapas que antes no existía?
En buena parte se vincula con lo que decíamos anteriormente respecto de las características de nuestro siglo XXI, de nuestra sociedad del cansancio y de la inmediatez, de esa urgencia por obtener resultados rápidos y evitar procesos largos, lo cual contrasta con épocas pasadas, donde la paciencia y las etapas progresivas eran más valoradas. Esto es también una consecuencia del vértigo que ha impuesto la revolución tecnológica, el apuro de lo digital. Resulta sintomático, por ejemplo, que hoy todos reproducimos los audios que recibimos por aplicaciones de mensajería como Whtasapp al doble de velocidad y nos escuchamos como si fuésemos ardillas parlanchinas. Nuestra economía de la atención y la verificación de la información que recibimos, aspectos ambos que también habíamos señalado anteriormente, están totalmente afectados. La rapidez prevalece sobre la precisión y lo superficial por sobre lo profundo.
Claramente, requerimos de un elogio y una práctica de la lentitud, lo cual a estas alturas supone realmente una revolución cultural. Cuanto más rápido vivimos, menos vivenciamos, en tanto al saltear etapas nos privamos de la experiencia profunda, de la maduración lenta, de la construcción de sentido. Y la pregunta por el sentido sigue siendo la gran pregunta de la filosofía, por cierto.
Agradezco la posibilidad de la palabra y la profundidad de las preguntas. Realmente ha sido un placer y espero que el contenido del intercambio resulte de interés y nos habilite a seguir pensando juntos nuestro tiempo y el sentido de nuestras existencias.